Saturday, July 23, 2022

Alicia María Zorrilla: “Nunca jamás en mi vida he dicho una mala palabra”, por Luciano Román

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 Alicia María Zorrilla: “Nunca jamás en mi vida he dicho una mala palabra”


 La presidenta de la Academia Argentina de Letras advierte sobre un “desinterés” en la calidad lingüística del discurso público; asegura que el llamado lenguaje inclusivo deforma la gramática del español.

 23 de Julio de 2022 

 Luciano Román
Alicia María Zorrilla, presidenta de la Academia Argentina de Letras.  Alejandro Guyot.


 Siente pasión por las palabras; ve en la enseñanza de la lengua una misión. Encuentra en el lenguaje la clave de la convivencia y del respeto en una sociedad civilizada. Desde esa convicción, transmite amor por la gramática, el vocabulario y la sintaxis. No ve en el manejo de esas herramientas una cuestión meramente técnica: repara en la dimensión ética del lenguaje y en los valores que expresan nuestras formas de comunicación. 

Alicia María Zorrilla es una intelectual de fuste, una erudita de la lengua española. Pero tal vez por encima de esas condiciones, es esencialmente una maestra, en el significado más hondo y profundo del magisterio. Concibe la enseñanza como una tarea humanista y como un profundo compromiso con los demás. La ejerce con claridad y sencillez, sin alardes de erudición ni excesos de academicismo. Es divertido escucharla hablar de los zócalos de televisión o de las muletillas que empobrecen el lenguaje. 

Ha escrito libros poblados de ejemplos de las deformaciones cotidianas a las que es sometido el español. Afirma “bajo juramento” que jamás en su vida ha dicho una mala palabra. “Me chocan, pero no las censuro”, dice. Quizá sea un dato anecdótico y apenas pintoresco, pero habla de su singularidad y de su relación con el lenguaje. Habla también de otra época, en la que la enseñanza marcaba a fuego los hábitos y comportamientos sociales. 

 Hay algo sobre lo que Alicia Zorrilla no tiene dudas: el “lenguaje inclusivo” no es lenguaje ni inclusivo. Lo impugna con severidad. considera que es una deformación gramatical”, y que además “es innecesario”. Asegura que el español tiene un “masculino inclusivo” que no excluye a la mujer. 

En esta entrevista habla de la lengua en el sentido que le daba Heidegger: “El lenguaje es la casa del ser”. 

 –¿Cómo hablamos los argentinos? ¿Cómo hablamos hoy en comparación con nuestro pasado reciente? 

 –Algunos hablan muy bien, todavía, lástima que son una minoría. Los demás lo hacen como pueden. Hay una desidia, un desinterés… La gente dice: “Como total me entienden”... Entonces todo vale; cada vez se devalúa más la palabra. Y no es lo mismo hablar bien que hablar mal. Parece verdad de Perogrullo, pero es así. Nosotros tenemos la libertad de hablar, claro, pero con la obligación de que nos entiendan. Tienen que establecerse diálogos sólidos. Yo noto un desinterés en ese sentido. Pero hay personas que demuestran entusiasmo por mejorar y perfeccionar la lengua. Hay, entonces, un sector que quiere cultivarse lingüísticamente. Pero otros quieren hacer de esta sociedad una Babel. Y no puede haber una cultura lingüística personalizada, porque si cada uno habla como quiere, caemos en el caos. "Me parece infantil que los funcionarios hablen con la ‘e’. Mucha gente se está riendo de eso. Es triste, ¿no? Parece que estuvieran jugando”"

 –¿Cuál es el mayor peligro de esa desidia que usted señala?

 –Que la comunicación no sea clara; que se diga lo que se quiera de una manera incorrecta… 

 –Cuando usted observa el discurso público, desde la dialéctica política hasta los debates parlamentarios, ¿qué percibe? 

 –Que ha habido una regresión en el ámbito lingüístico. No hay cuidado; no se cuida la palabra. Y se ríen, eso es lo peor. Hay muchos que fomentan la devaluación de las palabras: “Hablen mal, total no pasa nada”…

 –¿Qué le pareció el planteo del gobernador de Buenos Aires, cuando convocó a los jóvenes a que hablen como quieran? 

 –Me pareció una falta de responsabilidad, sobre todo porque les estaba hablando a chicos de nueve o de diez años, que estaban atentos a la palabra del gobernador. Por supuesto, cada uno de esos niños tiene una familia, y en la familia debe empezar el estímulo para hablar bien. Pero no todas las familias tienen la formación para guiar a sus hijos. Cuando digo guiar, digo educar, porque educar significa guiar, conducir… hacia el conocimiento y durante el conocimiento. Yo siempre digo que la primera aula es la familia. Después viene la escuela, que cimenta lo que hace la familia. 

 –A muchas generaciones, la escuela las educó muy bien con herramientas que hoy se juzgan obsoletas. La ortografía se enseñaba con dictados; se obligaba a escribir cien veces, de manera correcta, una palabra mal escrita; las preposiciones y el abecedario se estudiaban de memoria. 

¿Qué valoración hace de los cambios pedagógicos que se han propuesto después?

 –Creo que deberíamos volver a eso; esa fue mi escuela. Yo tuve grandes maestras, a las que siempre agradezco la formación que me han dado. Los dictados, por ejemplo, eran un método muy efectivo. Hay que recuperar eso, y cambiar la metodología de enseñanza-aprendizaje. Dar clase no es ir a recitar un tema. Dar clase es volcar la pasión que uno tiene por la lengua para que el alumno la sienta dentro de sí también. El alumno tiene que recibir el estímulo de esa metodología.

 –Hoy existe una impugnación ideológica a los métodos tradicionales de enseñanza, a los que muchos consideran autoritarios. 

 –Es un error. Tenemos que separar la ideología y lo sociopolítico de lo lingüístico. Los niños y los adolescentes tienen derecho, desde el nivel inicial, a recibir una buena formación lingüística. No todos los maestros hablan bien, y ellos deben ser ejemplo. Parece otra verdad de Perogrullo, pero el alumno necesita ejemplaridad. Y hoy falta muchas veces ese ejemplo. 

 –¿Usted nota un deterioro en la formación lingüística de los docentes?

 –Sí, y un desinterés. Una vez organicé un curso gratuito sobre lingüística para maestros y profesores. Llevé la propuesta a 30 escuelas. No vino ninguno. Ni siquiera hubo consultas sobre el contenido del curso. 

 –Probablemente porque no otorgaba puntaje en el circuito de la burocracia educativa… 

 –¿Pero tenemos vocación para enseñar a o no? Eso debemos preguntarnos. 

 –¿Qué opinión tiene sobre el llamado lenguaje inclusivo?

 –Para mí, no es lenguaje. Es una invención innecesaria, porque en la lengua tenemos un masculino que se llama genérico o gramatical. Yo lo llamo masculino inclusivo, porque nos comprende a todos los seres humanos, sea cual fuere el sexo. Algunos creen que en ese masculino inclusivo hay un predominio social de lo masculino, con una invisibilidad de la mujer. No es así; no hay que equivocarse. Hay una diferencia entre ausencia e invisibilidad. Si yo digo “los diputados sesionan en el Congreso”, de ninguna manera significa que solo sesionan los hombres. Sabemos que entre “los diputados” hay hombres y mujeres. Entonces hay ausencia gramatical del femenino, porque no podemos decir “diputadOAs”, pero no hay invisibilidad: la mujer está, como también los transexuales. Lo peor es que es una minoría la que se queja de que la Real Academia quiere imponer, y nos están imponiendo ellos una invención por razones ideológicas. No podemos aceptarlo: la lengua pertenece al sistema gramatical del español. No se trata de ideología sino de lingüística.

 –¿Cómo evalúa el uso de esa invención dentro de la escuela? 

 –Es un peligro, porque los niños se están formando lingüísticamente. Si les ponemos esa bendita “e”, que no simboliza nada, ¿cómo van a entender el significado de una oración?, ¿cómo van a expresarse? Yo quisiera que los que promueven esto, cuando escriben o dan discursos, hablen totalmente en el mal llamado lenguaje inclusivo. Ninguno lo hace. 

 –¿Y cómo ve que el Presidente u otros altos funcionarios hablen con la “e”? 

 –Me parece adolescente y a veces infantil. Parece que están jugando. Mucha gente se está riendo de eso. Y es triste, ¿no? Además, se equivocan todo el tiempo. Escuchaba en estos días un discurso en el que el orador decía “todos y todas las ciudadanas”. Cuando hacemos una coordinación de ese tipo, deberíamos segmentarla: decir “todos los ciudadanos y todas las ciudadanas”. Pero ahí quedaba “todos las ciudadanas”. Entonces, ¿de qué inclusión me hablan? Están mezclando, alterando y distorsionando el español. 

 –¿Cree que puede haber un vínculo entre la degradación del lenguaje y la degradación de la ética pública?

 –Sí, la ética está unida al lenguaje. Yo digo que la comunicación es un arte cuando uno se expresa con ética, con verdad (que implica también corrección), con belleza y con inteligencia. Ese es el arte de la comunicación. Comunicar significa compartir, intercambiar. 
¿Qué podemos compartir e intercambiar si alteramos el lenguaje? 

 –Le preguntaba por la relación entre ética y lenguaje, porque esa consigna “hablen como quieran” parece remitir, también, a la idea de “hagan lo que quieran”: una noción de anomia y relativización de las normas… 

 –Es que eso es lo que se busca: que no haya leyes, que no haya reglas. Muchos profesionales, incluso, no aceptan reglas. Recuerdo el caso de un profesor que escribió un libro sobre Lengua. La correctora le señaló 25 errores que estaban fuera de la lengua, o sea eran anormales, sin la norma. ¿Sabe qué contestó el profesor? “Que se publique como yo lo escribí”. Es un acto de soberbia y de necedad. En el ámbito de la lengua hay que tener humildad y dejarnos ayudar. Errores cometemos todos; el que diga que domina la lengua española miente. Es una lengua muy rica. 

 –¿Cómo ha jugado, en relación con el lenguaje, la irrupción de la tecnología en todas nuestras formas de comunicación?

 –Es otro mundo; a mí no me asusta. Si la persona sabe escribir bien y se expresa con corrección, sería deseable que se ajuste a esas normas también al escribir un tuit. Pero a veces, por el apuro y la brevedad, no se puede. Me parece más criticable la incorrección en los correos electrónicos, donde muchas veces se saluda sin la coma: “Hola Juan”, en lugar de “Hola, Juan”. El nombre propio debe ir precedido por la coma. 

 –¿Y el menor ejercicio de la cursiva, más la velocidad con la que los chicos escriben en el teléfono, no conspira contra la calidad de la escritura? 

 –No me asusta. Creo que no conspira si tienen una buena enseñanza en la familia y en la escuela.

 –Recién mencionaba el papel de los correctores. ¿Hay un avance o un peligro con el mayor protagonismo de los correctores automáticos? 

 –Yo les tengo miedo. Confío en el que sabe y se ha formado para ser corrector, porque no cualquiera puede ser corrector. La corrección es un arte también. Hay que ser muy mesurado para corregir. Es mal corrector el que corrige de más, como el que corrige de menos. Hay que tener un equilibrio, y solo corregir lo que realmente se aparta de la norma. No el estilo, porque el corrector no es coautor. 

 –Corregir es un verbo que parece fuera de época, y que incluso esta estigmatizado… 

 –Ah, porque es lo mismo que censurar, para muchos. Pero no hay que tenerle miedo… 

 –Entre los adultos, sin embargo, parece haber cierta reticencia a corregir a los adolescentes, por ejemplo, en el uso y abuso de muletillas… 

 –“Dale” es una de esas muletillas… 

 –“Tipo” es otra… 

 –Tipo, tipo… ¡Ahh! Y hay otras: el “¿sí?” al final de la frase. O “a ver”, y “nada”… 

Es pobreza de vocabulario. Creo que es en una historieta de Tute, donde un personaje femenino pregunta: “¿Me querés?” .Y el hombre le contesta: “Dale”… 

 –Pero corregirlos parece un anacronismo…

 –No hay que tener reparos. Y entre los maestros y profesores, no solo debe corregir el docente de Lengua; lo deben hacer también los de Matemática, de Historia, de Química, de Física… La lengua es el centro de la cultura, y atañe a todas las asignaturas y a todos los ámbitos profesionales. Habitamos la lengua, y la lengua nos habita. 

 –¿Los jóvenes utilizan cada vez menos palabras para comunicarse? 

 –Sí, pero lo grave es la sintaxis. Cuando oigo a los adolescentes advierto que empiezan a hablar, cortan de pronto la oración sin terminarla, y le agregan otra. Entonces se forma un anacoluto, que es una inconsistencia que se produce en la relación entre las palabras. Y lo noto también en algunos periodistas.

 –¿Cómo nos ve a los periodistas en el uso del lenguaje? 

 –Depende. No quiero dar nombres… Veo que tratan de cuidarse. Yo denuncié mucho los zócalos televisivos, y ahora veo que se están corrigiendo un poquito, pero falta. He visto cosas muy groseras. Por ejemplo, al dar una noticia sobre un violador en el zócalo dice “violo a su suegra” sin acento. Parecía que estaba ofreciendo sus servicios de violador… 

 –En el ámbito educativo, la enseñanza de la lengua, aun defectuosa, parece más centrada en la escritura que en la oratoria. ¿Hay cierta devaluación de la oralidad?

 –Sí, lo he notado. Se ha perdido la práctica oral de la lengua, y hay que ser riguroso con eso. La corrección oral también se traslada a la escritura. Hay que explicarle al alumno para qué sirve la gramática. Hay que enseñar el “para qué” de las cosas. "La palabra tiene que construir, unirnos y enseñarnos a amar; la palabra es un milagro que nos permite la comunicación"

 –¿Qué lugar tiene el lenguaje en el sistema de convivencia de una sociedad? 

 –La clave es el respeto. Mientras nos respetemos a través de la palabra, todo va a ir mejor. Yo creo que sin respeto no hay comunicación. En los diálogos, uno debe ser correcto, primero por respeto a uno mismo, y después por respeto al otro. La palabra no puede herir ni discriminar. La palabra tiene que construir, unirnos y enseñarnos a amar. Yo siento pasión por la palabra; la palabra es un milagro. 

 –En términos comparativos, ¿la Argentina está mejor o peor que otros países de habla hispana en relación con el uso de la lengua? 

 –Más o menos igual. Antes se decía que Colombia era el país que hablaba mejor. Hoy los colombianos lo desmienten. El director de la Real Academia ha dicho que en ningún país se habla el mejor español; cada país tiene su español. Pero el descuido por el lenguaje se percibe en todos los países, aún en España. 

 –¿Cómo se lleva con las “malas palabras”? 

 –Yo nunca jamás dije una en mi vida. 

 –¿En serio? ¿Bajo juramento? 

 –Sí, sí, sí… No dije una en mi vida. En mi casa éramos mi hermana y yo, y siempre nos inculcaron que “las niñas no deben decir malas palabras”. Yo me crié en un hogar español: mi madre, gallega; mis abuelos maternos, gallegos; papá era muy estricto. Nos formaron en eso: en el respeto, en los valores, en las tradiciones. También en la belleza y en la inteligencia, dentro de lo posible.

 –Aunque no haya dicho jamás ninguna, ¿acepta las malas palabras como engranajes de nuestra lengua? 

 –A mí me chocan, especialmente en boca de una mujer, porque fui criada así. Pero están en el diccionario. A veces, según los contextos, caen perfectas. Están registradas. En el diálogo de una novela, que imita a la realidad, pueden aparecer. Yo no las censuro ni las corrijo. 

 –¿Se puede decir que una sociedad que habla mal piensa mal? 

 –Por supuesto. Si uno piensa mal, seguramente va a hablar mal. Todo empieza en la cabeza. Pero, como decía Malraux, hay que tener voluntad de cultura. Malraux decía: “La cultura no se hereda; se conquista”. Me parece una maravillosa definición.

 –¿Esa “voluntad de cultura” depende solo del individuo o también de la sociedad? 

 –Empieza siendo individual, pero en las clases, por ejemplo, se debe estimular. La voluntad se liga con el esfuerzo y el sacrificio. Decía santa Teresa de Jesús: “la verdad padece, pero no perece”. Ese es mi lema. Cuesta a veces introducir la verdad, lo correcto, pero esa verdad no perece. 

 –En esta pasión por la corrección del lenguaje, ¿siente que libra una batalla perdida o que nada todo el tiempo contra la corriente? 

 –No siempre. Por ejemplo, conmigo estudian muchos traductores. Y el traductor tiene muchas ganas de saber; quiere que su traducción sea rigurosa, pulida, que nada la altere. Entre mis alumnos hay médicos, psicólogos, abogados. Y eso me da fuerza. Mi vocación es de servicio. 

 –¿Considera que Wikipedia ha sido una buena contribución para hacer más accesible el conocimiento?

 –Hay que tener cuidado. Ayuda; aporta una orientación. Pero a veces los datos no son exactos. Es útil siempre que se haga con responsabilidad. 

 –¿Qué palabras cree que definen el tiempo que nos toca vivir en la Argentina? 

 –Desorden, desorganización, incertidumbre, tristeza, angustia. 

 –Tiene una visión muy pesimista… 

 –Sí, pero trato de no deprimirme; pongo mucha fuerza para no deprimirme. Pero a veces me siento abrumada. La casa tiene que tener orden, y nuestro país no tiene orden. Está desordenado, y parece que nadie sabe ordenarlo. 

 –Esa palabra, orden, también parece fuera de época… 

 –Bueno, hay muchas palabras que deberán volver, al vocabulario, pero también al hacer. 

 –¿Por qué cree que hay palabras a las que se termina identificando con un significado negativo cuando no lo tienen? Ocurre con “orden”, con “autoridad”…

 –Porque se las confunde: autoridad con autoritarismo; corrección con censura… Y no es así. A la pobre Real Academia le achacan todo el tiempo un supuesto autoritarismo. Fíjese que la Real Academia Española nació en 1713, cuando no había nada… Claro que se convirtió en autoridad lingüística. Pero después, cuando nacieron todas las otras academias, se empezó a trabajar conjuntamente. La Academia no dicta nada ni impone nada. A nosotros nos llegan las palabras y expresiones nuevas, las estudiamos, vemos si están difundidas en los distintos países, y luego las aprobamos o no. Todo depende de si están dentro del sistema gramatical del español. No sé por qué se han ensañado con la Real Academia Española.

 –Tal vez porque las academias representan un lugar de autoridad, y toda autoridad se pone en tela de juicio…

 –Las academias estamos al día, somos actuales, estamos en acción… Primero oímos y luego escuchamos (que es oír con atención) todas las palabras que se dicen. Todo para nosotros es una fuente de información: un noticiario, un llamado telefónico… Yo estudio todo; es el vicio de la profesión. 

 –¿Y qué detecta en las conversaciones telefónicas? 

 –Y, anoto… tengo mi “libretita del terror”. Es que todo es válido para identificar errores y tratar de revertirlos. A veces escucho “voy de mi tía”, que es un italianismo. No es correcto: “voy a la casa de mi tía”, o en todo caso, “voy a lo de mi tía”, que en el coloquio se admite. El otro día oí: “por lejos, es el mejor profesor”. Ese es un anglicismo; hay que decir “de lejos…” A esas cosas debemos estar atentos.

 –¿Cómo se empieza a revertir el deterioro que usted describe? Las pruebas Aprender marcan un pronunciado retroceso en la enseñanza y el aprendizaje de la lengua…

 –Se revierte estudiando. Yo creo que todo parte del maestro. El maestro tiene que tener una formación sólida; si no, mal va a poder enseñar. Una clase no es una improvisación, se debe preparar con mucho tiempo y mucha dedicación. El profesor debe demostrar solidez, demostrar que sabe. El conocimiento da un lugar en el aula. Y no solo es saber, sino también pasión por enseñar. Hay que transmitir vocación por mejorar. Y hay que tener un discurso ético con los alumnos. La palabra no es cualquier cosa; la palabra tiene mucho poder. Algunos dicen que tiene más poder que una espada. La distorsión de la lengua la degrada. Por eso yo combato tanto el llamado lenguaje inclusivo.

 –Usted hace mucho hincapié en la pasión para enseñar… 

 –¿Sabe qué significa pasión en griego? Significa padecer. El apasionado sufre. Pero sufre con alegría; es el sufrimiento que da placer. Dar una clase representa un gran esfuerzo, pero cuando la pasión está de por medio, es una caricia.

 –¿Cree que se ha diluido esa pasión por la enseñanza? 

 –Creo que sí, por distintas razones. Por circunstancias económicas o de otro tipo, pero no noto esa pasión. 

 –¿Y cómo se puede recuperar? 

 –Depende del esfuerzo de cada uno, y también de la vocación. La vocación es muy importante; es ese llamado que uno recibe. Así como una monja recibe el llamado de Dios en un momento, la vocación también es un llamado; un llamado a hacer algo por los demás; un llamado a mejorar y hacer mejores a los otros. 

 –¿Qué consejos les daría a padres de niños y adolescentes que quieren inculcarles a sus hijos el amor por el lenguaje y la lectura?

 –Los padres tienen que enseñar con el ejemplo. Los chicos ven a sus padres y también a sus abuelos. Es muy bueno que los padres comenten los libros con sus hijos; comentar es más que contar: es explicar, interpretar. Creo que hace falta ese diálogo cultural entre padres e hijos; incitarlos a la lectura; demostrarles que no es lo mismo leer que no leer. Santa Teresa decía: “Si no lees, estarás de rodillas; si lees, tendrás un lugar en la sociedad”. El estímulo debe comenzar en la familia. He visto en ferias de libros a muchos padres con sus hijos de cuatro o cinco años. Eso me emociona y me da esperanza. Esperanza con mayúsculas. 

 UNA APASIONADA POR LAS PALABRAS Y LA ENSEÑANZA.

  PERFIL. Alicia María Zorrilla 

 ■ Alicia María Zorrilla es miembro de número de la Academia Argentina de Letras y cumple su segundo mandato como presidenta de esa institución. 

 ■ Es Doctora en Letras, licenciada en Filología Hispánica y profesora especializada en Castellano, Literatura y Latín. 

 ■ Es Miembro de Honor de la Unión de Correctores de Madrid e integró la Comisión Interacadémica que creó la Real Academia Española para composición de la Nueva gramática de la lengua española.

 ■Es autora de obras literarias y lingüísticas, entre ellas, Retrato de la novela; La voz sentenciosa de Borges; Diccionario de las preposiciones españolas y Dudario. Diccionario de consultas sobre el uso del español. 

 ■En 2013 fue condecorada con la Medalla de San Jerónimo por el Colegio Nacional de Traductores del Perú. 

 Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ideas/alicia-maria-zorrilla-nunca-jamas-en-mi-vida-he-dicho-una-mala-palabra-nid23072022/

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