Wednesday, April 30, 2014

GralInt-Un perturbador mundo de adultos en miniatura

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Desde el margen

Un perturbador mundo de adultos en miniatura


Por Fernanda Sández | Para LA NACION




Tiene -¿tendrá?- doce o trece años. Imposible saberlo con toda esta gente, con este ruido a tren tapándole la voz. Tiene un bebé en pañal clavado en la cadera. Reparte chicles por todo el vagón; chancleteando va, chancleteando viene. Al rato viene otra. Otra nena con bebé en la cadera. Y otra, y otra más. Serán, al cabo de un viaje de 32 minutos hasta Constitución, seis chicas con seis bebés a upa. Nenas y niños trabajando. Ninguno tiene ya la mirada nueva. Ninguno tiene lugar en ninguna estadística confiable. Pero ahí están.

Para la Organización Internacional del Trabajo (OIT), niñez y trabajo no pueden cruzarse. Sin embargo ya, ahora mismo, hay en el mundo 168 millones de niños arando, cosechando, pescando, vendiendo chicles de menta. De ellos, 85 millones realizan tareas peligrosas, como los niños pescadores del lago Volta, o como las niñas víctimas del comercio sexual en el norte de Brasil. O en Pompeya, donde el Ministerio Público tutelar se ha cansado de alertar sobre la explotación de nenes y nenas.

En la Argentina la ley prohíbe que los chicos trabajen. Y, desde marzo del año pasado, el artículo 148 bis del Código Penal prevé penas de hasta 4 años para quien emplee mano de obra infantil. Pero ahí afuera hay una realidad que desmiente las normas a fuerza de golosinas, flores, malabares. Muertes, incluso, como cuando los chicos trabajan en el campo y a destajo, y quedan expuestos a la intoxicación por agroquímicos.

Tiene trece años, se llama Henry Apaza, es de Bolivia y hace algunos meses saltó a la fama por haberse opuesto al tratamiento de una ley que busca fijar en 14 años la edad mínima para trabajar. Logró reunirse con el presidente. "No debe prohibirse el trabajo infantil", dijo luego Evo Morales. Y algo perturbador quedó vibrando en el aire. Porque el niño que trabaja no puede jugar, ni estudiar. Por eso niñez y trabajo son excluyentes: porque el niño que trabaja deja de serlo. Pasa a ser un grande en miniatura.

Preguntarle entonces a un chico pobre si quiere trabajar no es una torpeza: es cinismo químicamente puro. Henry, los obreritos del ladrillo de todo el mundo (los prefieren de cinco o seis años porque pesan poco y pueden caminar sobre los bloques sin aplastarlos), los que buscan "lágrimas verdes" en las minas de esmeraldas de Colombia no están, en realidad, eligiendo nada. Están siendo forzados a optar entre lo espantoso y lo fatal.

Tiene doce años, se llama Iqbal. Sus padres lo vendieron a los 4 años, y por 12 dólares, a un taller de alfombras. Trabajó por años en jornadas de quince horas, encadenado a su telar. Creció esclavo, y se le nota: mide apenas un metro y medio. Y, sin embargo, un día escapó de la cárcel de telares y denunció no ya a su explotador, sino al sistema entero que esclavizaba a miles de niños en su país, Pakistán. Su historia cruzó las fronteras, y todo el mundo quiso conocer a Iqbal Masih. En Estados Unidos le dieron un premio. En Suecia, otro. "No compren estas alfombras, están tejidas con sangre de niños", denunció.

Cuando volvió a su país, lo estaban esperando. Lo mataron mientras paseaba en bicicleta con sus primos. Hace once días se cumplió un nuevo aniversario de su muerte. Desde entonces, cada 16 de abril se conmemora como el Día Internacional de Lucha contra la Esclavitud Infantil. Desde ese día, también, a todos los demás los matan. Sólo que no con tiros, sino convirtiéndolos en lo que no son. Y hasta convenciéndolos de pelear por su derecho a ser explotados, en vez de por su derecho -su fugaz derecho- a seguir siendo chicos.






Fuente: www.lanacion.com.ar

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