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EDITORIALES | POLÍTICA ECONÓMICA
Palabras sin peso
No habrá manera de poner a la Argentina de pie, de avanzar hacia el desarrollo sostenido, de generar empleo o de superar la pobreza si se carece de moneda
20 de Octubre de 2019
Ninguna propuesta económica tiene sentido si en su primer capítulo ignora al peso. Es decir, a la moneda. Los discursos que omiten esta cuestión preliminar son palabras huecas, palabras sin peso.
La Argentina no se pondrá de pie, ni habrá justicia social, ni empleo, ni salud, ni educación, ni inclusión, ni atención a la vejez, ni desarrollo industrial, si carece de moneda. De nada vale analizar soluciones "a la uruguaya" o "a la portuguesa" para atender los vencimientos de la deuda externa, pues ningún país sin moneda puede proyectar crecimiento para sustentar pagos creíbles. Ningún pacto social tendrá una salida incruenta, sin resolver esta cuestión primero.
Sin moneda, no hay inversión. Sin moneda, no hay crédito. Sin moneda, hay inflación y tasas exorbitantes. Sin moneda, hay especulación y fuga de capitales. Sin moneda, hay pobreza. Sin moneda, hay paros y crispación; piquetes, bombos y encapuchados. Sin moneda no hay clases, no salen los aviones, no atienden los hospitales. Sin moneda, todo es anomia, disputa y frustración.
La moneda es requisito del orden institucional, vértice del acuerdo de convivencia, símbolo de credibilidad recíproca y custodia de sudores cotidianos, transformados en ahorros. Carecer de ella es un fenómeno exótico, pues todas las naciones lo han comprendido, esforzándose por lograr monedas fuertes, de alto poder adquisitivo, sobre la base de economías competitivas. Salvo, claro está, aquellos que viven en el caos, como Venezuela, Zimbabue o Sudán.
El peso argentino no reúne esas condiciones morales y no alcanza a ser moneda. Solo billetes de inmediata obsolescencia o lenguaje binario en la contabilidad de bancos, que pronto se desactualiza. El peso no deseado es una promesa incumplida, letra muerta, estafa colectiva. Despojado de contenido institucional, avergüenza a su emisor, encerrado entre el dólar y la tasa de interés para evitar su extinción final. Los políticos se quejan de la inflación y los dirigentes sociales, de la pobreza, pero nadie propone atacarla de raíz, eliminando sus causas. Pronuncian palabras sin peso y, como en el diván, evitan hablar de lo que más duele.
El presidente Mauricio Macri no advirtió que el gradualismo, al no reducir el gasto público y mantener latente el riesgo confiscatorio, era ineficaz para recrear la demanda de dinero, incrementar el ahorro interno y expandir el crédito. En otras palabras, para llenar las heladeras. Aun así, y a pesar de ese error de diagnóstico, transmite las convicciones republicanas indispensables para corregir su yerro y lograr que nuestro peso sea una moneda.
Por el contrario, la oposición parece ignorar el desafío que implica revertir la pésima reputación de la Argentina, incumplidora serial de contratos invocando emergencias de su autoría. No basta con designar un gabinete de lujo o un economista laureado para generar confianza. Es indispensable tener principios firmes y adoptar compromisos creíbles para que los argentinos volvamos al peso. No basta con una alquimia monetaria o un pacto corporativo: se requiere un cambio fundacional que recomponga las expectativas.
Relegar este dilema como asunto marginal parece sugerir que la moneda es una molestia, un prejuicio neoliberal para bloquear el crecimiento que merecemos; un artificio irrelevante para un desarrollo que debe ser impulsado por decisiones gubernamentales y no por actores privados.
Esa aversión populista al dinero tiene un trasfondo ideológico. El capitalismo introdujo la división del trabajo, la especialización productiva y -según Carlos Marx- la alienación del hombre, quien se habría convertido en eslabón de procesos fuera de su control. La moneda sería el instrumento perverso de ese mecanismo, pues habilita el comercio, la formación de capital y la renta financiera. De allí la (falsa) dicotomía entre las actividades productivas y las "especulativas", con especial desdén por el rol de los bancos, los fondos de pensión, las prepagas de salud u otros gestores de ahorros.
Está claro que la fórmula Fernández-Fernández no propone abandonar el sistema capitalista para adoptar un régimen colectivista, sin propiedad privada. Pero la situación del país es tan grave, con setenta años de inflación y ocho defaults en su haber, que revertir esa historia requiere un mensaje unívoco, convencido y convincente, sin el cual ningún programa será cumplible. Sostener que "la seguridad jurídica es una palabra horrible" (Axel Kicillof); que "la inflación es fruto de la puja distributiva" (Cristina Kirchner); que "todos los precios son políticos" (Augusto Costa); "que un Estado no necesita endeudarse porque puede emitir" (Fernanda Vallejos), o la eventual reforma constitucional para fracturar la hegemonía dominante presagia un regreso a modelos fracasados.
En Cuba no hay puja distributiva: los pesos cubanos (CUC) son cupones para racionar bienes conforme al criterio de los Comités de Defensa de la Revolución en almacenes predeterminados, con estanterías vacías. En los países de la órbita soviética, el rublo no requería seguridad jurídica, ni preocupaba la emisión, pues la vivienda, la salud, la educación, el transporte y el turismo eran asignados directamente por el Estado, hasta colapsar hace 30 años. En Venezuela, por otro lado, la hiperinflación ha quitado todo valor al bolívar, requiriendo tanta cantidad de billetes físicos que la emisión no alcanza, como en la Alemania de Weimar. De hecho, se recurre al trueque de bienes o servicios para intentar comer o curarse.
En la Argentina siempre se opta por la alternativa extractiva con tal de evitar reformas de fondo. Se consume capital en lugar de aumentar la productividad del esfuerzo cotidiano. En algún momento, fueron los lingotes de oro en el Banco Central; luego los depósitos bancarios; en tiempos más recientes, la soja, las AFJP o YPF. Ahora, la salvación serían los yacimientos de Vaca Muerta, en la esperanza de que los esquistos bituminosos se hagan cargo del empleo público, de las jubilaciones sin aportes, de los subsidios económicos, de los planes sociales y hasta de las 72 pymes que conforman los asesores senatoriales.
Esta vez, no habrá tiempo para reinventar la rueda. Si los programas de los candidatos y los eventuales pactos sociales no prevén una solución rápida y definitiva para recuperar la moneda, la propia estabilidad política de quien asuma el próximo 10 de diciembre estará en juego. Ha llegado el momento de asumir ese compromiso y tener el coraje de decir palabras con peso.
Fuente:https://www.lanacion.com.ar/editoriales/palabras-sin-peso-nid2298759
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