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Tiempos en que la buena educación era un valor
Tribuna
Antoni Puigverd ESCRITOR Y PERIODISTA ESPAÑOL
Este mes puede ser ideal para ordenar lo que antes denominábamos “la correspondencia” y que ahora es, básicamente, correo electrónico. Meses atrás, recibí una larga petición. Unas universitarias, tras constatar que un artículo mío tenía relación con una investigación suya, me solicitaban información y bibliografía.
Lamentablemente, no dispongo de tiempo para contestar, como desearía, a los lectores que tienen la amabilidad de escribirme, pero, cuando alguien me pide explícitamente un favor, intento complacerlo, si está en mis manos.
Así que, al final de un día de trabajo, busqué las referencias que ellas me pedían, las seleccioné y, después de teclearlas pacientemente, las envié. Borrando e-mails del curso pasado, ahora me doy cuenta de que aquellas desconocidas no me dieron ni las gracias.
Quizá debería enviarles otro correo. Les contaría que, siendo yo un niño, en una farmacia de mi barrio catalán, un señor calvo, regordete y bondadoso me regaló unos caramelos pequeños, redondos, de colorines, rebozados de azúcar.
Ya casi me los tragaba cuando mi madre, severa, me los arrebató. “¿Qué se dice?”, preguntó imperativa. “¡Muchas gracias, señor!”, musité yo, enrojecido, mirando de reojo al amable farmacéutico.
Mi madre me avergonzó en público en vez de excusarme o de halagar mi ego, como hacen hoy tantos padres, cuando sus hijitos pegan gritos y saltos o se enrabietan en los restaurantes, los trenes o cualquier otro lugar público.
Así aprendí una norma básica de lo que se llamaba urbanidad.
No estamos hablando de las reglas arbitrarias que imponen, por ejemplo, cortar la tortilla francesa con el tenedor. Para nada.
La buena educación no tiene que ver con el refinamiento clasista. Al contrario: al fomentar el respeto cívico, promueve la igualdad.
Para evitar que impere la ley del más fuerte, la cortesía social es imprescindible.
He ahí algunas formas de respeto cada vez más caras de ver: respetar, en un tren, el derecho a un viaje sin estorbos, sin estridentes monólogos de celular; ser puntual a las citas, para respetar el tiempo del otro; no tirar papeles al suelo; no escupir en lugares públicos; meter las bolsas de basura dentro, y no fuera, de los contenedores; ceder el asiento del autobús al anciano; agradecer los favores pedidos ...
Muchos de los que se burlan de la buena educación, se creen libres (Montaigne sostiene que la libertad sólo existe cuando uno puede ejercer todo el poder sobre sí mismo).
Aunque ofendan, molesten y abusen, son pobres esclavos de su ego.
Seguramente nadie les ha explicado que el principal objetivo de la civilización es hacer la vida social menos desagradable.
Somos muchos en las calles. Somos tantos que es fundamental no provocar más problemas de los inevitables, no complicar las cosas innecesariamente, no ensuciar, no afear porque sí.
La libertad es un sujeto plural. No basta con la libertad del fuerte, del grosero o del antipático. Es imprescindible garantizar la del miedoso y el débil, la del que aguanta y traga.
Copyright La Vanguardia, 2014.
Fuente: www.clarin.com
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