POLÍTICA
¿Dónde quedó el orgullo por el trabajo bien hecho?
Luciano Román
15 de Diciembre de 2020
Muchos nietos y bisnietos aún escuchan los relatos de orgullos familiares: "Tu abuelo fue mozo de El Molino durante más de treinta años. No anotaba, pero jamás se olvidó un pedido ni se confundió de mesa". "Tu bisabuelo era maquinista del ferrocarril. Hacía el trayecto Buenos Aires-Pergamino. Nunca partió ni llegó con demora". O "tu abuelo era cartero: no dejó un solo día el reparto sin completar".
Crédito: Eulogia Merle
En millones de hogares argentinos se cuentan historias similares. Pero se cuentan en pasado. Son testimonios de un valor en extinción: el orgullo por el trabajo bien hecho; el amor propio, asociado a la cultura laboral. Hoy la Argentina parece acostumbrada a que todo falle por uno y otro costado. Nos hemos habituado a convivir con servicios defectuosos, prestaciones ineficientes y sistemas precarios. Hay muchísimas excepciones, por supuesto, pero el trabajo mal hecho, a destiempo y desganado se ha convertido casi en un rasgo de época.
Nos extrañamos y hasta desconfiamos cuando algo funciona bien.
Aunque tenemos mayores facilidades, mejores herramientas y tecnologías de avanzada, nada de eso parece garantizarnos un mejor funcionamiento en nuestra vida cotidiana. Al contrario: todo el tiempo chocamos con dificultades, demoras, contratiempos, fallas, incumplimientos y avivadas. A veces son pequeñas cosas; otras veces son más graves y costosas. Lo cierto es que todo eso nos convierte en ciudadanos "clase B". La luz y el agua se cortan en cualquier momento. El wi-fi se interrumpe con la primera brisa, el Posnet no responde y la telefonía celular funciona casi peor que los viejos walkie talkie. Viajar en colectivo o en tren es una aventura con horarios laxos. Conseguir plata en un cajero es como jugar a la lotería. En cualquier trámite uno se encuentra con que "se cayó el sistema" y páginas web como la de Afip pueden pasar días enteros sin funcionar.
El listado es infinito y reconoce, quizás, una explicación de fondo: los servicios que presta o que regula el Estado están absolutamente debilitados; han perdido eficiencia y competitividad.
En cualquier cosa sobre la que se ponga la lupa (desde la muerte de Maradona, un operativo de pago a jubilados o un procedimiento policial) nos encontramos con mala praxis, improvisación y falta de profesionalismo. En la Argentina, los patrulleros se quedan sin nafta en medio de una persecución, los bomberos tienen las mangueras pinchadas y nos parece un milagro que un tren parta y llegue sin retraso. Nos hemos acostumbrado y nos parece natural. Tan natural como que los baños públicos sean focos infecciosos o que en las plazas y parques ahora se juegue a encontrar un banco sano.
La atención en cualquier oficina pública es el reflejo de un entramado de ineficacia y desidia.
Pero eso mismo ha contagiado a prestadoras privadas. Cualquiera que haga un reclamo debe apelar a sus mejores reservas de paciencia para no terminar como el "ingeniero Bombita" que interpretó Darín en Relatos salvajes. Muchas empresas creen que uno llama a sus 0-800 para escuchar música de Bach, no para ser atendido y encontrar respuestas. Pueden parecer datos inconexos, pero son síntomas (más leves o más graves) de un país que, progresivamente, va dejando de funcionar para resignarse a una supervivencia devaluada. Quizá sea un anticipo (por ahora light) de lo que ocurre en naciones fallidas.
Los cortes de luz son un claro indicador del deterioro en nuestra calidad de vida. Asumimos que el verano llega con apagones cotidianos.
Y se trata de algo mucho más grave que un perjuicio o una incomodidad. Cuando nos quedamos sin luz, descendemos a una ciudadanía de baja intensidad; nos convertimos en personas más vulnerables. Aunque lo vivimos con resignación e impotencia, son fallas que contaminan el humor social y generan un sedimento de indignación que apenas se diluye cuando vuelve la luz. La escritora y periodista Leila Guerriero lo resume con maestría en una investigación que coordinó sobre la crisis energética en el país: "Los cortes de luz no implican solo -como si eso fuera poco- tirar kilos de comida en mal estado. En muchos casos, hacen toda la diferencia. Hacen toda la diferencia en la vida de un chico autista, que cuando no hay luz y ve alterada su rutina, se autoacelera de manera dolorosa.
Hace la diferencia para personas conectadas a respiradores; hacen toda la diferencia para un pequeño café o una tienda de ropa o una librería, que, debido a los cortes, quedan al borde de la quiebra. La falta de luz produce angustia, resentimiento, incertidumbre. Es un anacronismo que hace que la gente que trabaja en su casa no pueda trabajar, que odontólogos o psicoanalistas tengan que cambiar de barrio sus imprevisibles consultorios, pero también es una impiadosa y subrepticia forma de violencia social que hace que cuatro nenas mueran en un incendio producido por una vela en Lanús". Datos oficiales dan una idea del colapso: en 2013, un usuario de Edenor tuvo un promedio de 27,7 horas sin luz, y uno de Edesur, 40,5 horas. Ningún país de América Latina sufre una catástrofe similar: en Chile el promedio es de 5 horas; en Uruguay, 4,6. Hoy, el conurbano sufre apagones, más largos o más cortos, casi todos los días.
Radiografías similares podrían hacerse de las fallas en otros servicios esenciales.
¿Cuánta gente pierde el presentismo por las deficiencias del transporte? ¿Cuántas mujeres quedan expuestas a abusos en las paradas de ómnibus por el incumplimiento de frecuencias? ¿Cuántos chicos se enferman por falta de agua y de cloacas? ¿Cuánta calma se pierde por los patrulleros rotos? ¿Con cuánta angustia y desasosiego se pagan las penurias de nuestra vida cotidiana?
Detrás de esas preguntas aparece otra: ¿dónde están aquellos maquinistas y carteros de los que nietos y bisnietos aún escuchamos historias de trabajo bien hecho? Tal vez hayan desaparecido junto con las carreras administrativas que aseguraban que en cada repartición del Estado hubiera gente bien formada, con solvencia técnica, compromiso y experiencia.
En muchas dependencias, aquel personal de carrera se ha jubilado y ha sido reemplazado por militantes. Tal vez eso explique por qué las cosas no funcionan como antes.
La deficiente atención en el Estado no es, por cierto, un fenómeno nuevo. Gasalla creó a Flora, la empleada pública, hace casi treinta años, y es una caricatura que se mantiene vigente, si es que en realidad no ha empeorado. Es notoria la disminución en el estándar profesional de muchos organismos. Sus cuadros técnicos han perdido prestigio y jerarquía. La atención en ventanillas es el último eslabón de un sistema que "hace agua" por todos lados.
El país empieza a parecerse a una casa que lleva muchos años descuidada, sin mantenimiento ni mejoras, hasta sin atención y sin cariño.
Es una degradación que empezó hace varias décadas, pero que se acentúa a ritmo acelerado y que siempre puede empeorar. Encontrar las causas es una tarea ardua y compleja. Pero influyen la falta de ejemplaridad, la ausencia de premios y castigos, la desjerarquización del servicio público, la desinversión, la ruptura de contratos sociales y la pérdida de la cultura del trabajo. Tal vez sea la consecuencia de un país que se ha empobrecido no solo materialmente, sino también espiritualmente.
¿Por dónde empezamos a revertirlo? Quizá por nosotros mismos. Tal vez con ese amor propio que nos legaron nuestros abuelos. Desde el lugar que nos toque, podemos intentar recuperar aquel orgullo por el trabajo bien hecho. No será suficiente, pero quizás empiece a marcar la diferencia.
Fuente:https://www.lanacion.com.ar/politica/donde-quedo-orgullo-trabajo-bien-hecho-nid2540157
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