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Las regulaciones no deben obstruir la innovación
Ante nuevos modelos de negocios, como el de Uber, las autoridades, antes que prohibirlos, deberían preguntarse por qué tanta gente prefiere esos servicios
10 DE ENERO DE 2018
Es casi un lugar común decir que la creación de productos y servicios propios de la era digital, caracterizada por una aceleración sin precedente, vuelve inapropiadas las regulaciones pensadas para una realidad que ya no subsiste.
Una muestra del fenómeno es la aparición y rápida expansión de modelos de negocios como el de las empresas Uber, Lyft, Cabify y otras que mediante soluciones tecnológicas permiten que los particulares utilicen sus automóviles para transportar pasajeros, y la variada gama de conflictos que semejante irrupción ha provocado en todo el mundo. La experiencia debe ser tomada como un banco de pruebas porque los legisladores inevitablemente se encontrarán con muchos más servicios disruptivos a los que no será sensato encuadrar en las categorías conocidas; entre ellos, la evolución que afectará al propio transporte de pasajeros con la previsible generalización de los autos sin conductor que ya existen.
El gobierno porteño ha tomado una posición extrema y equivocada en el sentido de no admitir estos nuevos servicios para el transporte de personas. Por eso, quienes lo prestan sufren todo tipo de problemas, tanto la persecución de los organismos de control y de la Justicia porteña como también agresiones físicas por parte de gremios que dicen ver afectados sus intereses particulares.
En el análisis de estas posiciones suelen mezclarse cuestiones muy diferentes. Entre ellas, la decisión sobre si empresas como Uber deben pagar impuestos y cuáles, y la conveniencia de que los conductores deban obtener una licencia y estar sujetos a ciertos controles. Esos temas han sido resueltos en muchas ciudades del mundo a través de regulaciones más o menos intensas según las fuerzas políticas gobernantes fueran partidarias de una mayor o una menor intervención y control del Estado. En algunos sitios, las personas que quieren utilizar sus automóviles particulares para brindar este tipo de servicios deben obtener una licencia de taxi; en otros, deben cumplir con una regulación específica para la nueva modalidad sobre la base de reconocer que los automóviles que operan en estos sistemas no prestan un servicio similar al de los taxis, como lo prueba el hecho de que hay gente que prefiere a los primeros por sobre los segundos y usuarios que hacen la elección contraria, priorizando cada grupo atributos diferenciales de uno y otro servicio.
Entre nosotros, el fenómeno presenta una cuestión previa y más trascendente que requiere revelar sin hipocresías cuál es la verdadera razón para sostener que hay que prohibir esta modalidad de transporte. Nada indica que detrás de la hostilidad del gobierno porteño haya principalmente una preocupación por los usuarios. Estos demuestran estar satisfechos con el servicio, cuyas condiciones aceptan voluntariamente, y que ninguna protección han pedido. Todo indica que esa idea responde a una presión del sector sindical de los taxistas sobre la base de suponer que el ingreso de servicios competitivos a un mercado en el que opera un número limitado de licenciatarios erosionará los ingresos de los taxistas.
Resulta muy habitual escuchar el argumento de la "competencia desleal" que sufrirían los taxistas. Con independencia de lo que resuelvan los poderes políticos sobre si corresponde dar tratamiento de servicio público a alguien que resuelve transportar personas en su automóvil particular, y por ende regularlo y controlarlo, y el tratamiento impositivo que le den las distintas jurisdicciones, una licencia permite hacer algo pero no conlleva el derecho de impedir a otros que introduzcan un servicio competitivo en el mismo mercado, del mismo modo que una patente autoriza a producir algo, pero no a impedir que se invente un producto que rebaje los ingresos del dueño del producto patentado o incluso que elimine totalmente su valor. De lo contrario nunca habríamos sustituido el carro tirado por caballos para transportarnos, ni el pregonero para comunicarnos.
Es imposible evitar la evolución con regulaciones, y esa evolución no está por supuesto exenta de consecuencias disvaliosas. En todas las ciudades en que se prestan estos servicios el precio de reventa de una licencia para operar un taxi se ha reducido notablemente, algo que puede ser visto como un lamentable mal negocio para quien la compró muy cara pero también como la eliminación de un costo artificial que ya no debe ser trasladado a los pasajeros a través de las tarifas. En todo caso, los gobiernos deben preguntarse por qué motivo mucha gente, cuando puede, elige servicios informales y no aquellos regulados cuya calidad supuestamente implica una garantía proveniente de los controles gubernamentales. Las regulaciones deben propender a que los ciudadanos reciban cada vez mejores servicios, no a impedirlos.
Los municipios deben abordar el tema escuchando a todos los interesados; también a los que encuentran en esta actividad un medio honesto de vida y principalmente a los usuarios, y tomar decisiones sobre la base de ponderar argumentos racionales de unos y otros. De lo contrario, la sospecha de que en la Argentina se imponen las presiones corporativas de todo tipo, como en este caso la sindical, se volverá una certeza.
Fuente:www.lanacion.com.ar
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