La vejez. Drama y tarea, pero también una oportunidad
Los años permiten relacionarnos de otra forma con nuestro pasado para
darle un contenido inédito al presente, dice el filósofo en esta versión
abreviada de uno de los capítulos de El enigma del sufrimiento, que se reedita
este mes
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2 de Noviembre de 2024
-I-
La vejez está en
nosotros. Somos nosotros. Es una realidad que nos constituye. A cada cual y
desde siempre. Y que, en un momento dado, ya no se deja soslayar. Ella es, de
pronto, lo que nos pasa. En esa medida, nos fuerza a encararla. Se nos impone
como nuestra verdad. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, advierte Cesare
Pavese. Al obligarnos a reconocerla en nuestro semblante, ella nos prueba hasta
dónde estamos involucrados en lo que significa. No obstante, este
reconocimiento no implica una dócil identificación. Algo en nosotros se resiste
a ser lo que nos pasa. A consistir en lo que nos sucede. Se trata, por eso, de
un acontecimiento en el que, sin perder la familiaridad con nosotros mismos, no
podemos dejar, pese a ello, de sentirnos otro que aquel que protagoniza lo que
nos ocurre. Y sin embargo, ahí está, rotundamente, esa verdad. Algo, en el
espejo en el que nos veíamos idénticos, nos desmiente. Y brota en ese espejo la
tristeza de vernos envejecer. La pena de advertir que esos rasgos que aún son
los nuestros, no son ya tal como hasta entonces presumíamos. Como un barco que
de a poco se aparta del muelle y empieza a desdibujarse en la distancia, así
hemos comenzado a ser ese otro que se adueña de nosotros. Lo ineludible ha
empezado a hacerse oír en nuestro cuerpo.
"Hace
doscientos años no más, llegar a viejo era más que improbable. La muerte
terminaba con la mayoría de los hombres al cabo de cuatro décadas, cuando no de
tres"
En el mundo
moderno, la vejez ha dejado de ser un problema inabordable. Pero no ha dejado
de ser, para una inmensa mayoría, un pesar anímico. Su consideración de fondo
sigue siendo pobre. El progreso, antes que a suprimir ese pesar, solo
contribuye a reconfigurarlo sin afectar su vigencia. Y lo digo consciente de
que son muchas las dificultades acarreadas por el envejecimiento que han sido
aliviadas por la ciencia y resueltas por la técnica. Otras dificultades, no obstante,
han aparecido. Algunas, incluso, a consecuencia de esos mismos avances. Y hasta
hay dificultades relacionadas con la vejez que, existiendo desde siempre, se
han agravado, sobre todo en el siglo que acaba de concluir. Valen, en este
sentido, las palabras de Sebastián Ríos: “Llevado al extremo de la
irracionalidad, el esfuerzo de la medicina por preservar y cuidar la salud de
las personas ha demostrado que es capaz de volverse en contra de aquellos a
quienes pretende proteger. Cuando los médicos se empecinan en extender la vida
aun más allá de las posibilidades fisiológicas y del deseo de sus pacientes
aparece lo que se ha dado en llamar el encarnizamiento terapéutico”.
Hace doscientos
años no más, llegar a viejo era más que improbable. La muerte terminaba con la
mayoría de los hombres al cabo de cuatro décadas, cuando no de tres. Hoy en
cambio, lo que entonces era casi imposible, resulta usual. Ello sin embargo no
significa que la vejez sea mejor comprendida donde más atendida está. Ahora los
viejos acumulan años pero la vejez ha perdido sentido.
En tiempos
pretéritos, bien se lo sabe, los viejos gozaron de gran estima. Más cerca de
nosotros, ese privilegio se fue desdibujando. En un escenario poco expuesto al
cambio y siempre lento para incorporarlo, los muchos años cursados aseguraban
idoneidad en materia de experiencia. Ser viejo equivalía a saber y a saber lo
que importaba. Eran tiempos en los cuales el transcurso de los días no
acarreaba mayores novedades. Nada ni nadie jaqueaba el conocimiento ancestral.
La monotonía era el fundamento de su solidez, el sustento de su suficiencia.
Cuando un viejo se pronunciaba, la sabiduría se dejaba oír. Su prestigio no era
gratuito. Estaba asentado en una verdad no desmentida por el transcurso del
tiempo.
"Había que
replantearse su sentido comunitario. ¿Un viejo qué es, qué vale? ¿Qué puede
contarnos de nosotros ése que ya no cuenta con autoridad?"
Luego ocurrió el
desajuste. El aura del hombre añoso naufragó con las creencias que le daban
sostén. Lo imprevisible se impuso, exigió transformaciones. Las respuestas
disponibles, tradicionales como eran, no supieron remontar el descrédito. Tras
haber sido un hombre superior, el viejo pasó a ser un hombre superado. En él no
se vio entonces más que la terca insistencia del pasado por no perder vigencia.
¿Escucharlo para qué? Y si, aun así, se empecinaba en hablar, cabía
silenciarlo. Abundó lo novedoso y floreció lo juvenil. Uno y otro se
impusieron. Fueron celebrados. El conocimiento, lo que implicaba, fue
redefinido. Ahora quería decir estar al tanto de lo no sabido hasta allí. La
disposición y la aptitud para innovar dejaron de ser profanas. Una y otra
conquistaron un estatuto social inédito. La voluntad transformadora ya no fue
sinónimo de transgresión. Menos aún de insensatez. Todo lo contrario: se
convirtió en virtud. Dédalo, el inventor mitológico, demuestra en nuestro
tiempo su vigencia, el consenso ganado por la facultad de imaginar y crear, el
prestigio que rodea al talento capaz de introducir lo inesperado. Lo
insospechado y no obstante, propicio y rendidor. De modo que, tras haber sido
figura estelar, el viejo cayó en descrédito. Debió replegarse. Primeramente,
hacia roles de reparto. Después, hacia el papel de mero espectador. El drama de
la lucha por la vida ya nada esperaba de él. Su anonimato cundió. Y con el
anonimato, su insignificancia. Había, pues, que replantearse su sentido
comunitario. ¿Un viejo qué es, qué vale? ¿Qué puede contarnos de nosotros ése
que ya no cuenta con autoridad?
-II-
Tampoco el
anciano sabe qué hacer consigo. Rara vez logra sobreponerse al peso de la
sentencia que lo condena. Lo abruma el íntimo dolor de ser quien es. Así, a su
intrascendencia social se le suma la autodescalificación. Dos testimonios de
ello: el primero es poco menos que remoto. Data del tiempo en que envejecer era
inusual y tenía lugar a una edad que hoy estimamos temprana. Está fechado en
París el 27 de enero de 1771. Es una carta de Madame Dudeffand enviada a su
amigo Horace Walpole, escritor inglés.
“Es necesario
que hagamos una confesión, mi espíritu se debilita, se fatiga, se cansa
–escribe–; ya no tengo memoria; ya no soy capaz de participar en nada; apenas
hay algo que me interese; vivo disgustada de todo; me parece que uno no ha
nacido para envejecer, es una crueldad de la naturaleza condenarnos a la vejez;
comienzo a hallar mi situación insoportable. Yo he tenido gatos, perros, que
han muerto de vejez, y se ocultaban en los agujeros y tenían razón. En
situaciones así nadie quiere mostrarse, dejarse ver cuando se es un objeto
triste y desagradable”.
"El
envejecimiento y la muerte, entre nosotros, no están meditados sino solo
tramitados. Se los concibe, a lo sumo, como materia de administración"
El segundo
testimonio, un poema, lo atribuyó Pessoa, a principios
del siglo XX, a su heterónimo Ricardo Reis: Ya sobre la frente vana / se me
encanece el cabello del joven que perdí. / Mis ojos brillan menos. / Ya no
merece besos mi boca. / Si aún me amas, por amor, no ames: / Me traicionarás
conmigo.
En un medio
donde el tiempo solo importa como herramienta y objeto de dominio, es
explicable que se margine a quien evidencia que el tiempo ha podido con él. Sus
huellas –las del tiempo– son la lepra de la época. El envejecimiento y la
muerte, entre nosotros, no están meditados sino solo tramitados. Se los
concibe, a lo sumo, como materia de administración. Geriátricos, cementerios y
mausoleos así lo prueban. Se me dirá que no es poco. Pero aquí se trata de otra
cosa. Se trata de ver lo que tanta diligencia encubre. La finitud concebida
como imposición indoblegable no llega a ser interrogada. El mandato social
dominante exige soslayar su evidencia. ¿Cómo va a admitirse su estatuto de
dilema decisivo en un mundo donde solo reina la voluntad de desterrarla? Concebidas
como manifestación de ese poder irreductible a la voluntad de dominio, la vejez
y la muerte están desatendidas aun allí donde más atención se les presta. No
hay lugar para ellas como expresión de lo inelaborable. Nuestra ciencia y
nuestra técnica no se sienten interpeladas por la evidencia de que ser sujeto
también quiere decir saberse sujeto, es decir acotado por la ley, por un límite
estructural y no apenas coyuntural. Es esta imposición trascendente lo desoído
por nuestra cultura. Eso cuyo efecto sobre la subjetividad no se está dispuesto
a considerar sino prácticamente.
Dado que nuestra
cultura rehuye el trato con lo que no se deja inscribir por entero en un
significado y pretende gerenciarlo todo, la vejez, para ella, no puede sino
constituir una provocación intolerable. Es agraviante por lo que tiene de
indómito. Sin embargo, a medida que la vejez multiplica en nosotros, los
actuales, las huellas de su invulnerable fortaleza, nos vemos forzados a
admitir lo que tanto empeño se ha puesto en subestimar: la impagable hipoteca
contraída por el hombre con la fatalidad. Que el hombre no pueda sustraerse a
la subordinación al tiempo, tal como lo atestigua la vejez, es algo que nos
afecta donde más nos duele: en la presunción de nuestra supremacía y de nuestra
autonomía con respecto a la naturaleza.
Envejecer es
encaminarnos por la senda progresivamente hostil de un cuerpo que se marchita y
de una conciencia que se sabe protagonizando su decadencia. Hay un momento en
que el anciano se reconoce en lo que le sucede. Sabe, advierte, que esa cultura
en retirada es él mismo. Que él es esa naturaleza en anárquica expansión, ese
progresivo desorden que lo destituye como persona. Pero, paradójicamente, al
reconocerse como un gradual desconocido, afirma, todavía, la fortaleza de su
identidad. Es que aún somos profundamente humanos cuando advertimos que vamos
dejando de serlo. El hecho de poder interrogar nuestra vida en retirada es una
manera de afirmarla. Es todavía inscripción en la cultura.
"Hay un
vitalismo propio de la vejez que se encuentra en las antípodas de la
resignación y de lo burdo"
Sin embargo,
envejecer y morir se convierten, a la luz de estrategias escapistas y
subterfugios encubridores, en imperativos devaluados. El mandato social
determinante es simular que no sucede lo que nos pasa. Si ya no se es joven se
debe, no obstante, aparentar que se lo es. Todo, desde la indumentaria hasta la
propia piel, tendrá que evidenciar que así se lo ha entendido. El paso del
tiempo no debe dejar huellas. El hombre no debe ser un indicio del tiempo. La
orden es creer y hacer creer que con uno el envejecimiento no ha podido. Si no
somos indemnes al paso de los años debemos actuar como si lo fuéramos.
Ahora bien: ¿es
ello imprescindible? No, a juicio de Vladimir Jankélévitch,
para quien la vejez es también una oportunidad.
Leámoslo: “La
vejez es un modo de ser como la juventud y la edad madura; y este modo de ser
solo es deficiente para una sobreconciencia sinóptica, y a condición de
comparar, de medir o de juzgar desde fuera; vivido desde dentro, el presente
senil no está más vacío para el hombre anciano de lo que está el presente
juvenil para el hombre joven: tiene solo otro cariz, otro ritmo, otro tiempo;
una tonalidad diferente.
Hay, pues, un
vitalismo propio de la vejez que se encuentra en las antípodas de la resignación
y de lo burdo. Es otra conformación del goce de la vida. De ese goce que, según
Jankélévitch, puede ser codiciado y obtenido en la ancianidad.
Envejecer puede
también convertirse en un proceso de gradual y relativa adecuación fructífera
al paso del tiempo. Constituye, en este sentido, un tránsito hacia una
posibilidad y configuración inéditas del goce de vivir y no una mera
desaparición de modalidades y recursos previos. Es en este nuevo marco
perceptivo donde corresponde inscribir como conjunto el sentimiento de la
propia vida cumplida. La vida entendida como “un conjunto”, según la designa
Jankélévitch, solo se recorta como procedimiento creador cuando el hombre de
edad reconoce afirmativamente su ancianidad. Y ya no con melancolía, como alguien
en quien la juventud y la madurez, al extinguirse, lo han despojado de todo
sentido y de toda tarea.
-III-
Se trata de
aprender a volverse hacia el ayer desde otra percepción del presente propio. Se
trata de pasar de la condición residual a la creadora, que también es posible
en la vejez. La nostalgia y la disconformidad ante lo perdido no tienen porqué
serlo todo. Es factible encarar de otra manera el ayer. Es posible encararlo
con expectativa, interrogarlo, explorarlo. Solicitarle una verdad sobre el ser
propio que, hasta ese momento no puede concebirse, imaginarse ni alcanzarse. Es
la que solo llega a ofrecer una vida cuando se la interpreta como conjunto
eventual, es decir como manifestación de una verdad que aún palpita en la
temporalidad. Como otra cosa que pérdida, que extenuación, que resto. Esta
revelación de la suma de los días es un privilegio de la vejez. Un privilegio
hacia el cual rara vez se tiende. Y en esto consiste lo que todavía no nos ha
ocurrido, eso que resulta de una nueva manera de relacionarnos con nuestro
pasado, de un nuevo saber sobre él que da impulso y contenido inédito al
presente. Se trata, quiero decir, de reelaborar nuestra experiencia del tiempo.
Del tiempo tal como nuestro cuerpo la tramita, condicionado por la cultura que le
infunde o lo priva de sentido.
"El tiempo
que nos constituye es el mismo que nos destituye. Su comprensión usual jamás
nos reconciliará con él"
Se trata,
entonces, de restituirnos tiempo. Se trata de proceder de tal modo que el
tiempo deje de ser aquello que únicamente acumulamos en nosotros (materia
inerte) y pase a reconfigurarse como energía (materia dinámica) de que
disponemos para proseguir en la vejez la construcción de nosotros como en lo
que en ella somos ahora: ancianos. Estancado en nuestro cuerpo, el tiempo es
veneno para el alma. No procesado, detenido, deja de ser lo que nos constituye
para convertirse en lo que nos destituye. Nada más que en lo que nos destituye.
Su paso ya no nos implica como sujetos sino como objetos. Al no convocarnos a hacer
algo con él, sencillamente nos deshace. La pétrea inmovilidad del anciano
retrata acabadamente la atroz hegemonía de un tiempo liberado de todo control
subjetivo. Reconquistada la relación laboral con el tiempo, reaparece el
presente: es el escenario en el que se juega nuestra relación con el futuro.
Nuestra posible experiencia de la vejez como tarea y ya no, primeramente, como
ceniza de la vida que se fue.
-IV-
El tiempo que
nos constituye es el mismo que nos destituye. Su comprensión usual jamás nos reconciliará
con él. Podremos hacerlo, en cambio, si dejamos de entenderlo como duración
para empezar a reconocerlo como intensidad. Ni el tiempo ni el hombre duran. No
son sino transfiguración. Antes, pues, que al plano fáctico, el hombre y el
tiempo pertenecen al orden simbólico. Lo singular de nosotros, lo que hace de
nuestra condición una instancia humana, es que no consistimos ante todo en ser
sino en significar. Como signo que va en pos de su significado, el hombre está
llamado a constituirse en el campo de la valoración.
El propósito del
hombre, concebido como signo en busca de significación, es el de apersonarse.
El de hacerse presente. El presente es la instancia de la significación. El
escenario donde cada uno de nosotros algo quiere decir, algo puede significar.
Ganar realidad es para el hombre que envejece, tal como Martín Buber lo advirtió, ser reconocido en su
personal singularidad.
“El mundo del
pasado –propone Norberto Bobbio–, es aquél donde
reconstruyes tu identidad. No te detengas. Cada rostro, cada gesto, cada
palabra, cada canto por lejano que sea, recobrados cuando parecían perdidos
para siempre, te ayudarán a sobrevivir”
Fuente:https://www.lanacion.com.ar/ideas/la-vejez-drama-y-tarea-pero-tambien-una-oportunidad-nid02112024/